El río dorado que desemboca
en mi alma parece que nos separa
más allá de las estrellas
y no hay dicha para alcanzar
nuestra amada patria.
Por ello, las yemas de mis dedos
no posarán en el blando de tus labios
ni podrán acariciar
las orillas de tus playas
y de tus perennes sombras
y tupidas selvas.
Esta noche sentí
como la seda de tus dedos
destapaba el estanque de mis aguas.
Vi como las puntas de tus cabellos
se doblaban en mi pecho
y como tus amantes labios
caían encima de los míos
derramando la inmaculada miel
de tus lejanas estrellas.
Vi como tu corazón se llenaba
de gozo y de ternura
al contemplar las límpidas playas
y lo virgen de mis bosques
y ver el escondido sueño
que se oculta en la sombra
de nuestro encendido amor.
Luego, saliste en las manos del viento
descalza y de blanco lirio.
Te vi atravesar mi alcoba
como una virgen bella.
En este instante te llamó la luna
y, en ese resplandor celeste,
fuiste arrebatada por la venus de la aurora.
Al despertar, despertó mi dolor y dije:
“Ni todos los besos en tus labios
que yo pudiera darte
apagarían la desesperada sed
y la profunda necesidad de tenerte”.
Si te llamo ángel mío,
hechizo de mi vida,
embeleso de mi alma
y antorcha de mi ser
es porque agonizo de amor
y me consumo cada día por verte.
Yo sé que moriré como muere
la hiedra pegada a su tronco.
Moriré esperando a que tus bellísimas
manos me liberen,
me liberen de este terrible yugo
para poder fundirme
en el amante embrujo de tus ojos
y poder beber en el valle
de las perlas de tu boca
y adormecerme en las blandas
dunas de tus pestañas
y decirle a la potestad oculta,
que tú eres mi adorado amor.
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